domingo, 17 de febrero de 2013

A los doce años me organicé yo mismo una fiesta sorpresa



A los doce años, me organicé yo mismo una fiesta sorpresa. 


Mi hermana mayor me ayudó; no recuerdo si fue idea de ella y por su falta de logística me llegué a enterar o si fui yo el ideólogo y sólo la necesité para convocar a los invitados. Me inclino más por lo segundo; aunque debo reconocer que ella no sabía guardar un secreto. Una vez escuchó que papá hablaba sobre comprarme finalmente el ciclomotor y corrió a contármelo, como una sorpresa que yo no podía saber. Esperé años que eso ocurriera (creo que aún lo espero), lo mismo pasó con varios viajes a Disney y otras especulaciones infantiles que quedaron flotando o llegaron en otro tiempo y forma. No la culpo por sus ansiedades, todo lo contrario. Mis hermanas me aman a tal punto que quieren lo mejor para mí y confían en que lo merezco. De hecho la menor de ellas piensa que cualquier mujer podría darme bola. (- "Vi una chica que es re tu onda; esa modelo, Jenny Williams, ¿porqué no la llamás?" - "Liz Solari, me encanta para vos; fijate si no te aburre...") Me quiere mucho.






Volviendo a la fiesta: el sistema era de "asalto", donde las chicas llevaban la comida y los varones la bebida, y mi hermana supuestamente me había "secuestrado" la agenda para llamar a mis amigas y amigos preferidos. Yo llegué a casa y estaban todos parapetados y me dieron "la sorpresa". Me emocioné y todo: yo ya era un actor "del método".


Las fiestas sorpresa son sorpresa para ambos: para el sorprendido y para el que sorprende. El regalador y el regalado son una misma cosa. El goce es mutuo: los niños quieren que les cuenten el mismo cuento muchas veces; tal vez los grandes también. En las historias importa el cómo, más que el qué; y donde hay emoción nadie devuelve la entrada. 
Yo debo haber sonreído, abrazado, lagrimeado. La cara del homenajeado es el premio. 
Se le pregunta si le gustó la sorpresa, si de verdad no sabía nada, y el sorprendido asiente; es un juego que juegan todos. Porque si lo sospechaba no lo dirá para no romper el hechizo; y menos si lo sabía (incluso si había sido parte activa de la organización o hasta ideólogo, como yo.)

La vida te da sorpresas, y si no, dátelas vos mismo. 
Así arranqué, a los doce. Y hacia allí vuelvo.






Nada


Llamo a mis hijos.

            - Hola chiquitín, qué estás haciendo?
            - Nada… (se oye la tele de fondo)
            - Estás viendo tele?
            - …
            - Ey…
            - Eh? Sí....
            - Y qué vas a hacer?
            - Eh?... No se… Nada…


Cuando uno es niño, no hacer nada, no lo hace sonrojarse.
Cuando se es grande, la inacción se asocia a la pachorra o la falta; no hacer nada puede ser motivo de vergüenza.
Incluso siendo millonario, uno debería estar “haciendo algo”.
Nadie contesta “nada” al“qué estás haciendo”. Se estila, por ejemplo, cuando te preguntan, inventarse una actividad porque queda mal que no hagamos nada. Como cuando te despierta el ring del teléfono y al atender te preguntan “¿dormías?” y contestás rápidamente “no, no”, mientras carraspeás para aclararte la voz. Da vergüenza dormir; fijate vos. También te hacés cargo de que el otro se sienta mal por interrumpirte el sueño: “ya me tenía que despertar”- lo exonerás.

Los actores estamos acostumbrados a no hacer nada; la carrera es grabar, filmar, actuar en teatro, lo que nos insume tiempos netos relativamente cortos. El teatro son dos horas por noche. Grabar una tira, sí, son muchas horas pero también tiene momentos de nada: es probable que aún con un buen personaje tengas varias escenas de apenas un par de minutos cada una; lo demás es esperar. Y eso dura un período; luego pasan extensos meses entre un trabajo y otro; el resto de la vida de un actor es llenarse la nada de algo. Y ante la pregunta “qué estás haciendo?” está vedado contestar “nada”. Hay que tener huevos para responder eso; por lo general dicen: “acabo de terminar de filmar” o “recién termino la tira” o “estoy en un proyecto, ya te vas a enterar; no lo voy a quemar…”

Aparece facebook en la vida de la gente, que de alguna manera es no hacer nada. O por lo menos, aparentemente, nada productivo. Por un lado exime a quienes ya vienen utilizando la red masturbatoriamente, (sin duda uno de los principales usos de Internet). Por otro lado tienta a cualquier hijo de vecino, (o padre), a dejar lo potencialmente productivo y boludear, fisgonear al resto, ver cuántos (como uno) están “sin hacer nada” y confirmar/se semejante a los demás.

La nada nos desagrada; la rechazamos atemorizados como una lepra contagiosa. A la mente no le gusta nada, la nada. Parece objetar la inacción y se molesta ante la actividad meramente intelectual. Como si pensar no fuera hacer algo.
Y escribir es pensar sobre el papel. A mí ya de chico me gustaba preguntar “qué estás pensando.” Tal vez ya lo consideraba como una actividad en sí mismo, y me agradaba charlar temas personales. Hobby que aún arrastro, y aquí estamos.


            - Bueno, bebé, dame con tu hermanita…
            - … Hola…
            - Hola hermosa, cómo estás? ¿Qué hiciste?
            - Nada…
            - ¿Cómo nada?… Y qué vas a hacer?


No hay ningún problema en no hacer nada. Sobre todo de niños.
Cuando sos grande podés vivir preso del apuro o la ansiedad de hacer algo. Algo que te haga trascender; algo extraordinario que te haga ir más allá de la alimentación y el hogar, algo más allá del principio del placer, que te aleje del vacío, que te cobije con títulos y certezas, que te salve y defienda a tus seres amados;  que permita que tus hijos estén allí, tranquilos, pachorrientos… Siendo niños; sin hacer nada.